Etica laica

Una vez eliminadas las creencias y haber restituido a la razón el lugar que le corresponde como único pedestal que sustenta el conocimiento, debemos exigir que sea esta misma razón la que ilumine las bases que diriman la moralidad o inmoralidad de los actos, eliminando todos los escrúpulos irracionales que dificulten, tanto los derechos de los seres sintientes como su bienestar. La principal particularidad de una moral religiosa es que sitúa la voluntad de sus dioses por encima de la felicidad humana. Una voluntad que, confeccionada y manipulada por la casta sacerdotal, se transforma en el pretexto para domeñar a sus súbditos. Por lo tanto, es totalmente imprescindible que el bienestar y la felicidad -tanto de los animales como del ser humano- sean el único y principal objetivo de su existencia haciendo de la razón el sustento de la ética laica. La consecución del bienestar social pasa por respetar los derechos ajenos que constituyen la fuente de la dignidad. Sólo los seres sintientes poseen esa cualidad consistente en el derecho inalienable a no sufrir y que conforma la base de los demás derechos. En consecuencia, el análisis de la moralidad de un acto se realizará en función de las consecuencias negativas, directas o indirectas, que se puedan derivar de tal acto y que se traducen en el posible sufrimiento o conculcación de derechos de los individuos que intervienen en él.

La ciencia moderna nos ha proporcionado los suficientes datos para saber qué seres son capaces, en virtud de su sistema nervioso y neurológico, de padecer sufrimientos tanto físicos como psicológicos, porque estamos en condiciones de afirmar que sólo los seres sintientes son sujetos de derechos quedando excluidos de esta particularidad todos aquellos seres orgánicos -tanto si son de origen animal como si no, y pertenezcan a la especie que sea- que por su incompleto desarrollo o por sus características inherentes a su especie, no hayan desarrollado los sistemas orgánicos que capacitan para sentir dolor o placer. Nunca podrá ser fuente de derechos la pertenencia a una especie por el hecho de sentirse privilegiada respecto de las demás. Los seres humanos deberemos meternos en el mismo saco con todas las demás especies, incluidas todas las etapas de desarrollo desde la concepción hasta el desarrollo completo del individuo.

La importancia de cualquier ser viene determinada por los intereses sentimentales, psicológicos, materiales o sociales que puedan tener el resto de individuos hacia él. El valor, no sólo de un animal sino de cualquier objeto, implica inexorablemente una relación a dos: el que valora, y el que es valorado. Así, por ejemplo, todas las catedrales, las pirámides de Egipto y todo el arte del mundo no tendrían ningún valor sin la existencia de los seres humanos que aprecian dichos objetos. Un hombre, viviendo en solitario en un lugar deshabitado, que no tiene la más mínima relación social con otros seres, tiene la misma importancia que un insecto. El hombre no tiene importancia por sí mismo, sino por el hecho de pertenecer a una especie social y sociable en la que el valor que le puedan otorgar sus semejantes pueda hacer de él un ser imprescindible: la muerte de un ser querido es uno de los sufrimientos más intensos que puede experimentar el ser humano. La importancia de un vagabundo que no tiene familia ni amigos es incomparablemente inferior a la de aquella persona que por sus cualidades psicológicas y virtudes humanas está rodeada de personas que la aprecian y la aman; sin embargo¡la dignidad es la misma! La importancia de un ser y su dignidad son dos conceptos totalmente diferentes que no tienen ninguna relación entre sí. Mientras que la dignidad hace referencia a ese respeto reverencial que merece cualquier ser sintiente, la importancia de un animal -racional o no- es un valor subjetivo que se confiere desde la parcialidad y relatividad de los intereses particulares del que valora al que es valorado.

El abuso de poder que ha ejercido desde siempre el ser humano sobre el resto de las especies, erigiéndose en el rey de la creación, y que fue acuñado por Richard Ryder con el término de “especieísmo”, no sólo ha conculcado los derechos de los animales sino que -apoyado por creencias religiosas y, por tanto, en contra de la razón- ha convertido un conjunto de células sin ningún sistema de conciencia física ni psicológica, en un ser muy superior a todos los animales irracionales, incluidos aquellos que, a través de experimentos, nos demuestran que son capaces de tener un cierto grado de autoconciencia. Únicamente desde los escrúpulos morales, se puede hacer de un embrión o un feto humano un sujeto de derechos y más importante que cualquier animal irracional.

El tan aclamado -por la Iglesia Católica- argumento del derecho a la vida tanto del embrión como del feto, aparte de no sostenerse en pie, se vuelve en su contra al tener que admitir el hecho incuestionable de que todo derecho implica, necesariamente, el mismo derecho a lo contrario; dicho de otra forma: todo derecho es renunciable. Lo contrario supondría una obligación, por lo que no se podría hablar de derechos. En consecuencia, el derecho a la vida supone, en la misma medida, el derecho a la muerte. Afirmar que la vida pertenece a Dios y sólo él puede quitarla convierte el derecho a la vida en un eufemismo que encubre la obligación de vivir. Pero, la Iglesia Católica es cada vez más reacia a utilizar argumentos religiosos para respetar la libertad de conciencia, viéndose obligada a buscar en el cajón de la lógica argumentos a través de los cuales pueda demostrar la inmoralidad de ciertos actos tanto a creyentes como a no creyentes, utilizando el conocido “contra natura”, el ya analizado derecho a la vida o la dignidad humana cuando se trata de eutanasia.

¿Quién, sino el sujeto de un derecho, puede decidir la ejecución o no de su derecho? Nadie puede decidir por otro -a no ser que se sepa de forma clara su voluntad y que el sujeto de derecho no pueda explicitarla. Si el embrión o el feto tuvieran derecho a la vida deberían ser ellos y no la sociedad quienes decidieran. Pero, ni el embrión ni el feto pueden tener derecho a la vida. En todo caso, el feto que haya desarrollado lo suficiente el sistema nervioso central como para poder sentir, tendrá el mismo derecho y dignidad que el resto de animales sintientes. Es evidente que a la luz de la razón no hay nada que justifique el derecho a la vida de un feto humano y no pueda justificarlo, igualmente, del resto de animales. ¿Cómo surge, entonces, el derecho a la vida? Todo derecho surge de un deseo -explícito o implícito- por o de algo. Mas, no todos los deseos producen derechos. Aunque sea lícito desear algo que no te pertenece, ello no da lugar siempre a un derecho sobre ese algo. En cuanto al derecho a la vida no puede nadie decidirse por ella hasta que haya llegado a desarrollar la inteligencia y autoconciencia necesaria para conocer de primera mano lo que es vivir, requisito indispensable para que alguien tenga ilusión por la vida y pueda anunciar al mundo su deseo de vivir. Pero, no olvidemos que ese deseo es tan respetable como el deseo de morir; la dignidad humana implica la propiedad de sí mismo; nadie tiene la propiedad de la vida ajena. ¿Pueden el embrión o el feto desear vivir? Evidentemente, no; como tampoco pueden desear la muerte. El conocimiento que puedan tener dichos organismos acerca de la vida o de la muerte es nulo y, si tuviéramos que guiarnos por su nivel de autoconciencia, ésta es infinitamente inferior que la de cualquier insecto del que no nos preocupa lo más mínimo su posible derecho a la vida. Aparte de los escrúpulos morales que subyacen en la sociedad y que tienen su origen en creencias religiosas, el factor cultural y educacional heredado por la tradición y, quizás, también por el instinto de supervivencia, son factores que influyen decisivamente a la hora de confeccionar un concepto impreciso y erróneo tanto de la vida como de la muerte. La vida es un conjunto de vivencias y experiencias que pueden ser buenas o malas; y nadie sabe el futuro de su vida. En base a esta definición podemos sustituir la palabra “vida” por la de “experiencia”, por lo que si en lugar de preguntar a alguien si quiere vivir le preguntáramos si quiere tener una experiencia, su respuesta no se daría sin antes habernos preguntado qué tipo de experiencia es la que le proponemos; y si le respondemos que ignoramos la calidad de dicha experiencia veo muy difícil que alguien aceptara tener una experiencia sin saber antes en qué consiste ésta. No sucede así si preguntamos si quiere vivir. Aunque nadie sabe con certeza el tipo de vida que le espera, el ser humano tiene inscrito en su instinto de supervivencia el rechazo automático a la muerte, la cual se puede definir como el “no tener ninguna experiencia”. El miedo a la muerte obedece a un factor cultural y educacional que es connatural al ser humano pero que no está basado en razones objetivas. El hecho de ignorar lo que hay más allá de la muerte se traduce en el miedo a lo desconocido, precisamente el mismo temor a tener una experiencia de la que no podemos dar ningún dato. Y, sin embargo, las malas experiencias sólo se han dado en la vida: deberíamos tener más miedo a la vida que a la muerte. El corolario de todo ello es que la vida no tiene ningún valor ni negativo ni positivo siendo únicamente posible determinar su valor una vez que se haya experimentado. Desde el momento en que venimos de la nada y volvemos a ella la vida es, simplemente, un paréntesis dentro del “no ser”. Y este paréntesis -léase experiencia- nadie puede obligarnos a experimentarlo.

El valor de la vida es más apreciado cuando se contrasta al de la muerte. Si la vida ha sido excesivamente valorada, la muerte ha sido injustamente denigrada. La ética laica, basada en la razón, no puede aceptar la ilusión que habita en el mundo de las creencias respecto de una vida mas allá de la muerte por lo que se debe concluir que después de la vida pasamos otra vez a la nada. En base a este criterio, si preguntamos qué le ocurre de malo a alguien cuando muere, la respuesta, obviamente, es: nada. La nada no puede tener ningún calificativo, ni es mala ni es buena, simplemente, no es. Por lo tanto la muerte, bajo la perspectiva del no creyente, no puede ser nunca negativa; tanto es así que podemos afirmar con rotundidad que, por mucha ilusión que tenga una persona por vivir, no hay la más mínima posibilidad de que experimente algún tipo de frustración después de su muerte. La muerte es inocua, inofensiva; lo contrario significaría una paradoja: para sufrir las consecuencias de la muerte se tiene que estar vivo. La única tragedia que produce la muerte la sufren los vivos, los que lloran la muerte de un ser querido.

(more…)

Convertir esta entrada a PDF.

Los comentarios han sido cerrados para esta nota