Dios y el amor universal

El origen de la ética y de la moral es, en primer lugar, instintivo. Los humanos tenemos un cierto grado de empatía a través del cual nos colocamos en la situación del otro y podemos entender el dolor o la felicidad que experimentan los demás. Gracias a ese instinto y a la propia necesidad de organización, los humanos creamos leyes que protegen al individuo y a la propia sociedad.

Junto a ese instinto se halla otro -el amor- que se confunde demasiadas veces con la empatía citada al meterlo en el mismo saco de los sentimientos que están compuestos de afecto hacia los demás. Pero, ese sentimiento tan maravilloso sólo es aplicable a aquella situación específica que obliga al ser humano a enamorarse -a través de unos mecanismos físico-químicos- de otro humano con la finalidad de procrear. El amor es pura química y no tiene más trascendencia que la que quieran darle los poetas y las religiones y, aunque ha sido extrapolado convirtiéndolo en un ideal utópico -el amor universal- no deja de ser un simple instinto que, juntamente con el instinto materno-paternal y el sexo, constituyen las artimañas a través de las cuales nos manipula la naturaleza para sus “fines”.

Cuando se habla de “amor universal” desde las esferas religiosas se incurre en la pretensión de dar por supuesto que el hombre puede dirigir los sentimientos hacia el prójimo cual acto de voluntad cualquiera. Nada más lejos de la realidad. Ningún sentimiento puede surgir por el simple deseo del individuo, quien amará u odiará invariablemente a lo largo de su existencia sin poderlo evitar.

El amor surge de forma espontánea sin que ni el deseo ni el interés del ser humano puedan intervenir en lo más mínimo para potenciarlo o para apaciguarlo. Imponer el amor como norma divina es un despropósito que únicamente puede tener el origen en el desconocimiento de la naturaleza instintiva y química de dicho sentimiento; desconocimiento inherente en aquellos hombres que -llenos de buena voluntad- querían transformar la sociedad en un mar de paz y de armonía poniendo en boca de un supuesto dios unos deseos que no eran más que los de los propios humanos, antropomorfizando, una vez más, una voluntad de un ser divino creado expresamente para intentar conseguir lo que los humanos no podían.

El corolario resultante es la manifiesta falsedad del origen divino de un mandamiento irracional por su imposibilidad fáctica. Los deseos de los humanos se transformaron en imposición divina y pusieron en evidencia la ignorancia de los conocimientos -tanto biológicos como psicológicos- que hoy tenemos y que nos permiten vislumbrar el origen completamente instintivo -y fuera del alcance de la voluntad- de ese sentimiento tan deseado por el ser humano, pero que no está al alcance de todos al no ser una mercancía manipulable ni física ni psicológicamente.

Así, pues, el amor universal, tan cacareado por las religiones, no supone más que un anhelo muy noble, pero no deja de ser un imposible mientras no se conozcan los mecanismos biológicos y psicológicos que hagan del ser humano un ser equilibrado y capacitado para desarrollar los sentimientos necesarios para alcanzar esa sociedad -si no perfecta- sí, al menos, anclada en esos valores que nos permitan hacer de la vida un remanso de paz, armonía y bienestar.

En consecuencia, Dios es completamente inútil a la hora de plantear una ética o una moral humana. Los actos del hombre no se orientarán ni al bien ni al mal sólo porque se exija desde instancias divinas, sino por el conocimiento racional y científico que permita descubrir las intrincadas complejidades biológicas y psicológicas del ser humano.

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Dios y el amor universal

El origen de la ética y de la moral es, en primer lugar, instintivo. Los humanos tenemos un cierto grado de empatía a través del cual nos colocamos en la situación del otro y podemos entender el dolor o la felicidad que experimentan los demás. Gracias a ese instinto y a la propia necesidad de organización, los humanos creamos leyes que protegen al individuo y a la propia sociedad.

Junto a ese instinto se halla otro -el amor- que se confunde demasiadas veces con la empatía citada, al meterlo en el mismo saco de los sentimientos que están compuestos de afecto hacia los demás. Pero, ese sentimiento tan maravilloso, sólo es aplicable a aquella situación específica que obliga al ser humano a enamorarse -a través de unos mecanismos físico-químicos- de otro humano con la finalidad de procrear. El amor es pura química y no tiene más trascendencia que la que quieran darle los poetas y las religiones y, aunque ha sido extrapolado convirtiéndolo en un ideal utópico -el amor universal-, no deja de ser un simple instinto que, juntamente con el instinto materno-paternal y el sexo, constituye la artimaña a través de la cual nos manipula la naturaleza para sus "fines".

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