Destruyamos los falsos ídolos


Solemos decir que la tradición occidental se nutre de dos grandes tradiciones: la cultura greco-romana y la judeocristiana. Realizar un alálisis que pondere que hay de positivo y de negativo en cada una de ellas es harto difícil, habiendo ejemplos de todas las índoles. En nombre de valores como la libertad, la democracia o incluso la paz o los derechos del hombre, se han hecho atrocidades de todo tipo; y, en nombre de ideales menos dignos como podría ser la propia gloria personal o la más pura ambición se pintó la Capilla Sixtina o se construyeron las Pirámides.

No obstante, por hacer un comentario en estos días en los que se estrena Hipatia de Amenabar, voy a recordar un bonito texto de Jeremías (10, 3-5):

“Porque las costumbres de los gentiles son vanidad: un madero del bosque obra de manos del maestro que con hacha lo cortó, con plata lo embellece, con clavos y a martillazos se lo sujeta para que no se menee. Son como espantajos de pepinar, que ni hablan. Tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal”

Con esta afirmación, apología sin duda de la tolerancia y el respeto entre religiones y muestra clara de apertura de miras sobre otras culturas, Jeremías se refería al arte  mesopotámico en concreto, pero sus frases fueron aplicadas por las comunidades cristianas a todo el arte pagano posterior. Así, cuando el cristianismo fue en ascenso, se pensó que era un deber piadoso destruir toda estatua de esos falsos ídolos. ¿No os habéis preguntado alguna vez por qué conservamos tan pocas estatuas del arte de la Grecia Clásica y, las pocas que tenemos, son copias posteriores? Porque las pocas que hemos conservado de la destrucción son las  copias que encargaron los romanos o las originales que sustrayeron para decorar sus jardines como si fueran souvenirs (como los ingleses con los frisos del Partenón y demás obras de saqueo). Todo lo demás, las múltiples esculturas y edifiaciones de Fidias, Praxíteles, Mirón, Lisipo, Policleto o Ictino entre tantos otros, esos “espantajos de pepinar” de Jeremías, perdidas para siempre en el olvido. Y es que, ¿no era esto una consecuencia lógica de la vulgaridad y el chabacanismo del Cristianismo primitivo? ¿No es propio de una cultura inferior, bárbara, ser incapaz de apreciar la belleza y el arte?

Ruinas de Delfos


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