De la selección de los libros inspirados


Continúo con mis andanzas bíblicas, las cuales no dejan de ser cada día más sorprendentes. Hojeando el prólogo de mi Biblia (Herder, edición dirigida por Fray Serafín de Ausejo) me encuentro con el siguiente argumento:

“Llegados a este punto surge inevitablemente la pregunta acerca de los criterios o consideraciones que han guiado a las comunidades creyentes para fijar y delimitar con certeza la lista de libros inspirados. Puede apuntarse, como respuesta a la vez sociológica y teológica, que si Dios ha querido crear en el seno de la humanidad y a lo largo de la historia comunidades creyentes, las ha dotado también de medios que les permiten discernir las fuentes en las que beber con seguridad de las enseñanzas de la verdadera fe. Son estas comunidades, impulsadas por su sentido de la fe y guiadas, para mayor certeza, por sus legítimos dirigentes, las que perciben, de entre la enorme masa de escritos en circulación, cuáles han sido inspirados por Dios y cuáles no”

¿Alguien no ve el circulus in demostrando? ¿Cómo sabemos que hemos elegido los textos inspirados? Porque Dios así lo ha querido ¿Cómo sabemos que Dios así lo ha querido? Porque lo dice en los textos inspirados que hemos elegido. Y si además uno es guiado en la elección por sus “legítimos dirigentes”, pues mejor que mejor. Donde manda obispo que no mande marinero. Vale pero, insisto, ¿cuáles son esos criterios de elección que Dios otorgó gentilmente a las primeras comunidades cristianas? Nos los va a explicar Pepe Rodríguez en su Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica (Pág. 90-91):

“La selección de los evangelios canónicos se realizó en el concilio de Nicea (325) y fue ratificada en el de Laodicea(365). El Modus operandi para distinguir los textos verdaderos de los falsos fue, según la tradición, el de la “elección milagrosa”. Así, se han conservado cuatro versiones para justificar la preferencia por los cuatro libros canónicos:  1) después de que los obispos rezaran mucho, los cuatro textos volaron por sí solos hasta posarse sobre un altar; 2) se colocaron todos los evangelios en competición sobre el altar y los apócrifos cayeron al suelo mientras  que los canónicos no se movieron; 3) elegidos los cuatro se pusieron sobre el altar y se conminó a Dios a que si había una sola palabra falsa en ellos cayesen al suelo, cosa que no sucedió con ninguno; y 4) penetró en el recinto de Nicea el Espíritu Santo, en forma de paloma, y posándose en el hombro de cada obispo les susurró qué evangelios eran los auténticos y cuáles los apócrifos (esta tradición evidenciaría, además, que una parte notable de los obispos presentes en el concilio eran sordos o muy descreídos, puesto que hubo una gran oposición a la elección – por votación mayoritaria que no unánime – de los cuatro textos canónicos actuales).

San Ireneo (c. 130-200) aportó también un sólido razonamiento para justificar la selección de los libros canónicos cuando escribió que “el Evangelio es la columna de la Iglesia, la Iglesia está extendida por todo el mundo, el mundo tiene cuatro regiones, y conviene, por tanto, que haya también cuatro Evangelios. (…) El Evangelio es el soplo o relato divino de la vida para los hombres, y pues hay cuatro vientos cardinales, de ahí la necesidad de cuatro Evangelios. (…) El Verbo creador del universo reina y brilla sobre los querubines, los querubines tienen cuatro formas, y he aquí que el verbo nos ha obsequiado con cuatro Evangelios”

Los comentarios han sido cerrados para esta nota