A la buena de Dios

© Fernando Savater
Publicado en El País el 17-02-2009



Es para no creerse lo que aún sigue dando Dios que hablar. Ahora que ya ha vuelto a sus lares el cardenal Bertone (quien por cierto tiene un aire al malvado mago Sokhura que interpretó genialmente Torin Thatcher en Simbad y la princesa) y que nuestras piadosas autoridades se han sacudido de la ropa el olor a incienso, quizá podamos hablar con franqueza de los llamados «autobuses ateos» (?). Reconozco que me cuesta no simpatizar con cualquier iniciativa que escandaliza al obispado, pero en este caso el eslogan («Probablemente Dios no existe. Despreocúpate y disfruta de la vida») me parece de una ingenuidad teológica propiamente... anglosajona, al estilo por un lado de Richard Dawkins y por el opuesto del poco añorado George W. Bush.
Dos objeciones pueden hacerse a esa profesión motorizada de escepticismo. Para empezar, los creyentes veneran a Dios precisamente para aminorar su preocupación principal –la muerte– y así poder disfrutar mejor o peor de la vida, como intentamos los demás. Hoy en día, aquellos a los que la religión les produce más sufrimiento que consuelo no tardan en abandonarla. Segundo, decir que Dios «probablemente no existe» es decir demasiado o demasiado poco. Imaginemos que alguien nos pregunta si el Banco de Santander existe: como hay numerosas sedes de esa entidad, directivos y empleados, gente que le confía sus ahorros, cotiza en Bolsa y reparte jugosos dividendos, etcétera..., la única respuesta lógica y sensata es la afirmativa. Pero si mi interlocutor me asegura que acaba de encontrarse con el Banco de Santander por la calle y le ha revelado fórmulas para escapar de la crisis, me negaré a creerle... porque el banco en cuestión no existe, es decir, no existe en el sentido que vale para los viandantes, Barack Obama, la sierra de Gredos o los animales invertebrados. Creo que lo mismo ocurre con Dios: en un sentido es imposible negar que existe, en otro es imposible afirmarlo. Lo que no entiendo es que Rouco considere una «ofensa a Dios» el lema cauteloso del autobús: podía haberlo considerado una coartada (Stendhal dijo que «la única excusa de Dios es que no existe») o una confirmación de su fe (el gran teólogo Bonhoeffer, asesinado por los nazis, aseguraba que «un Dios que es, no es»).

No me gusta que a uno le llamen «ateo», «agnóstico» y otros calificativos religiosos: es como esos carnets de conducir para no conductores que hay en USA, a fin de no privar a nadie de tan imprescindible documento de identidad. Pero, si me resigno al mote, me parece imposible hacer compatible el ateísmo con el afán misionero: tiene cierto morbo pero es un afán incongruente, como una monja dedicada a bailar strip tease. Otra cosa es que a un ateo le encanten los debates con creyentes, como a mi buen amigo Paolo Flores d’Arcais. Ya lleva muchos y su especialidad son los cardenales, que en Italia son como los cocineros en el País Vasco, pues están por todas partes y los hay de diversos tipos: desde el sutil y post-heideggeriano Angelo Scola (véase Dio? Ateismo della ragione e ragioni della fede, ed. Marsilio) hasta el mismísimo Ratzinger antes de ascender al papado (¿Dios existe?, ed. Espasa), más convencional. Lo mejor de este último librito es la coda posterior de Paolo, Ateísmo y verdad, y aún más sabrosa su discusión con dos filósofos –Michel Onfray y Gianni Vattimo– en Atei o credenti?, Fazi editore. No creo que nadie pueda argumentar con mayor paciencia, aunque hasta él se permite alguna broma: «[las creencias religiosas son] como el cubito de sentido para el caldo de la existencia».
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