¿Ha hecho la religión contribuciones útiles a la civilización? (y VI)

No sin cierta satisfacción, por fin he terminado la traducción del trabajo ¿Ha hecho la religión contribuciones útiles a la civilización?, de Bertrand Russell.

Acá va la última parte.

La idea de rectitud

El tercer impulso sicológico que está encarnado en la religión es aquel que ha conducido a la concepción de rectitud. Soy consciente de que muchos librepensadores tratan esta concepción con gran respeto y sostienen que debería ser preservada a pesar de la decadencia de la religión dogmática. No puedo estar de acuerdo con ellos en este punto. El análisis sicológico de la idea de rectitud me parece que muestra que está enraizada en pasiones indeseables y no debería ser reforzada con el imprimatur de la razón. La rectitud y la no rectitud deben tomarse juntas; es imposible hacer hincapié en una sin hacer hincapié también en la otra. Ahora bien: ¿qué es la "no rectitud" en la práctica? En la práctica, es la clase de comportamiento que no le gusta a la multitud. Al llamarlo "no recto" y organizar un elaborado sistema de ética en torno a esta concepción, la multitud se justifica a sí misma para promover castigos sobre los objetivos de su propia antipatía, al mismo tiempo que -ya que la multitud es recta por definición- aumenta su propia autoestima y además le permite aflojar su impulso a la crueldad. Esta es la sicología del linchamiento y de todos los demás medios por los cuales son castigados los criminales. La esencia de la concepción de rectitud, por lo tanto, es proporcionar una válvula de escape para el sadismo, mediante el encubrimiento de la crueldad como justicia.

Pero -se dirá- el informe que has estado dando sobre la rectitud es completamente no aplicable a los profetas hebreos que, después de todo, según tus propios dichos, inventaron la idea. Hay algo de verdad en esto: la rectitud en boca de los profetas hebreos significaba lo que era aprobado por ellos y por Yavé. Uno encuentra la misma postura expresada en los Hechos de los Apóstoles, donde los Apóstoles comenzaban un pronunciamiento con las palabras "El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido..." (Hechos 15:28). Esta clase de certeza individual sobre los gustos y opiniones de Dios no pueden, sin embargo, ser puestas como base de ninguna institución. Esa ha sido siempre la dificultad con la que el protestantismo ha tenido que enfrentarse: un nuevo profeta podía sostener que su revelación era más auténtica que aquella de sus predecesores, y no hubo nada en el punto de vista general del protestantismo que mostrar que este alegato era inválido. Consecuentemente, el protestantismo se dividió en innumerables sectas, que se debilitaban una a la otra; y hay razones para suponer que de aquí a unos cien años, el catolicismo será la única representación efectiva de la fe cristiana. En la Iglesia Católica, la inspiración tal como la gozaron los profetas, tiene su lugar; pero es sabido que los fenómenos que se parecen bastante a la inspiración divina genuina pueden estar inspirados por el Demonio, y es el negocio de la iglesia discernir, así como es el negocio del experto en arte saber discernir un Leonardo genuino de una falsificación. Así, la revelación se vuelve institucionalizada al mismo tiempo. La rectitud es lo que la iglesia aprueba, y la no rectitud es lo que ella desaprueba. De esta manera, la parte efectiva de la concepción de rectitud es una justificación de la antipatía de la multitud.

Parecería, por lo tanto, que los tres impulsos humanos encarnados en la religión son el miedo, la vanidad y el odio. El propósito de la religión, uno podría decir, es darle un aire de respetabilidad a esas pasiones, siempre que vayan por ciertos canales. Es a causa de que estas pasiones conllevan, en general, a la miseria humana, que la religión es una fuerza para el mal, ya que permite que los hombres satisfagan esas pasiones sin moderación, cuando en la mayoría de los casos su sanción podría, por lo menos hasta cierto grado, controlarlas.

Puedo imaginar, en este punto, una objeción, no precisamente para que sea exhortada por los creyentes más ortodoxos, pero sin embargo merecedora de ser examinada. El odio y el miedo, podría decirse, son características humanas esenciales; la humanidad siempre los ha sentido y siempre los sentirá. Lo mejor que se puede hacer con ellos, se me podría decir, es dirigirlos por ciertos canales, en los que son menos dañinos de lo que lo serían por ciertos otros canales. Un teólogo cristiano podría decir que su tratamiento por la iglesia es análogo a su tratamiento del impulso sexual, que deplora. Trata de volver inocua a la concupiscencia, confinándola dentro de los límites del matrimonio. Así que, podría decirse, si la humanidad debe inevitablemente sentir odio, es mejor dirigir este odio contra aquellos que son realmente perjudiciales, y esto es precisamente lo que la iglesia hace con su concepción de la rectitud.

A esta controversia hay dos réplicas -una comparativamente superficial; la otra va a la raíz del asunto. La respuesta superficial es que la concepción de rectitud de la iglesia no es la mejor posible; la respuesta fundamental es que el odio y el miedo pueden, con nuestro conocimiento sicológico actual y nuestra tecnología industrial actual, ser eliminados completamente de la vida humana.

Para tratar primero el primer punto. La concepción de rectitud de la iglesia es socialmente indeseable en varios puntos: primero y principal, en su desprecio por la inteligencia y la ciencia. Este defecto está heredado de los Evangelios. Cristo nos dice que nos volvamos niños pequeños, pero los niños pequeños no pueden entender el cálculo diferencial, o los principios de la moneda, o los métodos modernos del combate a las enfermedades. Adquirir tal conocimiento no es parte de nuestra tarea, de acuerdo con la iglesia. La iglesia ya no plantea que el conocimiento es pecaminoso en sí mismo, a pesar de que lo hizo en sus días gloriosos; pero la adquisición del conocimiento, aún si no es pecaminosa, es peligrosa, ya que puede conducir al orgullo del intelecto, y por lo tanto a un cuestionamiento de los dogmas cristianos. Tomemos, por ejemplo, dos hombres: uno que ha erradicado la fiebre amarilla de algunas extensas regiones en los trópicos pero que en el transcurso de sus tareas ha tenido relaciones ocasionales con mujeres con las que no estaba unido en matrimonio; mientras que el otro hombre ha sido perezoso y holgazán, engendrando un hijo por año hasta que su esposa muriera de agotamiento y teniendo tan poco cuidado de sus hijos que la mitad de ellos murieron por causas prevenibles, pero que nunca se dio el gusto de tener relaciones sexuales ilícitas. Todo buen cristiano debe mantener que el segundo de estos hombres es más virtuoso que el primero. Tal postura es, por supuesto, supersticiosa y totalmente contraria a la razón. Y sin embargo, algo de este absurdo es inevitable, en la medida en que evitar el pecado es creído como más importante que el mérito positivo, y en la medida en que la importancia del conocimiento como una ayuda a una vida útil no es reconocida.

La segunda y más fundamental objeción a la utilización del miedo y el odio practicada por la iglesia, es que estas emociones pueden ser ahora casi totalmente eliminadas de la naturaleza humana a través de reformas educativas, económicas y políticas. Las reformas educativas deben ser la base, ya que los hombres que sienten odio y miedo siempre admirarán estas emociones y desearán perpetuarlas, aunque esta admiración y deseo probablemente serán inconscientes, como lo es en los cristianos normales. Una educación diseñada para eliminar el miedo no es, de ningún modo, difícil de crear. Sólo es necesario tratar al niño con amabilidad, ponerlo en un ambiente donde la iniciativa sea posible sin resultados desastrosos, y protegerlo del contacto con adultos que tengan terror irracional, ya sea de la oscuridad, de los ratones o de la revolución social. Un niño también debe no ser víctima de castigos severos, o de amenazas, o de solemne y excesiva reprobación. Proteger a un niño del odio es un asunto algo más elaborado. Las situaciones que despierten celos deben ser evitadas muy cuidadosamente, por medio de una justicia escrupulosa y exacta entre los diferentes niños. Un niño debe sentirse objeto de un cálido afecto de parte de por lo menos algunos de los adultos con los que tiene que ver, y no debe ser frustrado en sus actividades y curiosidades naturales, excepto cuando estén en peligro su vida o su salud. En particular, no debe haber ningún tabú sobre el conocimiento sexual, o de conversaciones acerca de temas que la gente convencional considera impropios. Si estos preceptos simples se cumplen desde el principio, el niño no tendrá miedo y será cordial.

Cuando entre a la vida adulta, sin embargo, una persona joven así educada se encontrará inmerso en un mundo lleno de injusticia, lleno de crueldad, lleno de sufrimiento prevenible. La injusticia, la crueldad y el sufrimiento que existen en el mundo moderno son una herencia del pasado, y su última fuente es económica, ya que la competencia de vida o muerte por los medios de subsistencia fue inevitable en los primeros tiempos. No es inevitable en nuestra época. Con nuestra tecnología industrial actual podemos -si así lo elegimos- proveer una subsistencia tolerable para todos. Podríamos también asegurar que la población mundial sería estable si no nos lo impidiera la influencia política de las iglesias que prefieren la guerra, la peste o la hambruna antes que la contracepción. Existe el conocimiento por el cual la felicidad universal puede ser asegurada; el principal obstáculo para su utilización para ese propósito es la enseñanza de la religión. La religión impide que nuestros niños tengan una educación racional; la religión nos impide eliminar las causas fundamentales de la guerra; la religión nos impide enseñar la ética de la cooperación científica en lugar de las violentas doctrinas viejas del pecado y el castigo. Es posible que la humanidad esté en el umbral de una edad dorada; pero, si es así, antes será necesario asesinar al dragón que defiende la puerta, y ese dragón es la religión.

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