¿Ha hecho la religión contribuciones útiles a la civilización? (V)
Continúo con la traducción del trabajo ¿Ha hecho la religión contribuciones útiles a la civilización?, de Bertrand Russell. Va la quinta parte. Esta es larga, asà que hay que armarse de paciencia...
La doctrina del libre albedrÃo
La postura de los cristianos en el tema de la ley natural ha sido -curiosamente- vacilante e incierta. Estaba, por el otro lado, la doctrina del libre albedrÃo, en la que creÃa la mayorÃa de los cristianos; y esta doctrina requerÃa que los actos de los seres humanos por lo menos no estuvieran sujetos a la ley natural. Hubo, por otra parte, y especialmente en los siglos XVIII y XIX, una creencia en Dios como el "Dador de la Ley" y en la ley natural como una de las pruebas de la existencia de un Creador. Recientemente, la objeción al reinado de la ley a favor del libre albedrÃo comenzó a ser sentida más fuertemente que la creencia en la ley natural como prueba proporcionada a favor del "Dador de la Ley".
Los materialistas usaron las leyes de la fÃsica para mostrar, o por lo menos intentar mostrar, que los movimientos de los cuerpos humanos están determinados mecánicamente, y que consecuentemente todo lo que decimos y todos los cambios de posición que realizamos, caen fuera de la esfera de cualquier libre albedrÃo posible. Si esto es asÃ, lo que pudiera quedar para nuestros actos de voluntad sin restricciones, es de poco valor. Si, cuando un hombre escribe un poema o comete un asesinato, los movimientos corporales involucrados en su acto provienen únicamente de causas fÃsicas, parecerÃa absurdo erigirle una estatua en un caso, y colgarlo en el otro. En ciertos sistemas metafÃsicos, deberÃa quedar una región de puro pensamiento, en la cual la voluntad fuera libre; pero como esto sólo puede ser comunicado a otros mediante movimientos corporales, la esfera de la libertad serÃa tal, que nunca podrÃa ser sujeto de comunicación y nunca podrÃa tener ninguna importancia social.
Entonces, otra vez, la evolución ha tenido una influencia considerable sobre aquellos cristianos que lo han aceptado. Han visto que no tiene sentido hacer alegatos a favor del hombre que sean totalmente diferentes de aquellos que se hacen a favor de otras formas de vida. Por lo tanto, para resguardar el libre albedrÃo en el hombre, objetaron cada intento de explicar el comportamiento de la materia viva en términos de leyes fÃsicas y quÃmicas. La posición de Descartes, cuando se referÃa a que todas los animales inferiores son autómatas, no encuentra ningún partidario entre los teólogos liberales. La doctrina de la continuidad los inclina a ir aún un paso más allá, y sostener que aún lo que es llamado materia muerta no está regida rÃgidamente en su comportamiento por leyes inalterables. Parecen haber pasado por alto el hecho de que, si se suprime el reinado de la ley, también se suprime la posibilidad de los milagros, ya que los milagros son actos de Dios que contravienen las leyes que gobiernan los fenómenos ordinarios. Puedo imaginar, sin embargo, a los modernos teólogos liberales sosteniendo con aire de profundidad, que toda creación es milagrosa, asà que no necesita ya sujetarse a ciertos acontecimientos como intervención divina.
Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han aprovechado de las últimas doctrinas sobre el átomo, que tienden a mostrar que las leyes fÃsicas en las que hasta ahora creÃamos, son sólo una verdad aproximada y promedio si se la aplica a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual se comporta casi como quiere. Mi propia opinión es que esto es una fase transitoria, y que los fÃsicos algún dÃa descubrirán las leyes que gobiernan los fenómenos pequeños, aunque dichas leyes puedan diferir considerablemente de aquellas de la fÃsica tradicional. Como quiera que sea, aún es útil observar que las doctrinas modernas sobre los fenómenos pequeños no tienen ninguna relación con cualquier cosa de orden práctico. Los movimientos visibles -y es más, todos los movimientos que tienen alguna importancia para alguien- involucran a tan grande cantidad de átomos, que muy bien caen dentro del ámbito de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a nuestro ejemplo anterior), es necesario mover una apreciable cantidad de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden estar bailando libremente en su pequeño salón de baile, pero el salón de baile como un todo se está moviendo de acuerdo con las viejas leyes de la fÃsica, y sólo esto es lo que le preocupa al poeta y a su editorial. Las doctrinas modernas, por lo tanto, no tienen ninguna relación apreciable con cualquiera de esos problemas de interés humano de las que los teólogos están preocupados.
Consecuentemente, la cuestión del libre albedrÃo permanece en el mismo lugar en que estaba. Más allá de lo que pudiera pensarse acerca del mismo como tema de máxima metafÃsica, es evidente que nadie en la práctica lo cree. Todo el mundo siempre ha creÃdo que es posible entrenar el carácter; todo el mundo siempre ha sabido que el alcohol o el opio tendrán ciertos efectos sobre el comportamiento. El apóstol del libre albedrÃo afirma que el hombre puede -por el poder de la voluntad- evitar emborracharse, pero no afirma que cuando está borracho un hombre pueda decir "Constitución Británica" tan claramente como si estuviera sobrio. Y todos los que alguna vez tuvieron algo que ver con los niños saben que una dieta apropiada hace más por ellos para hacerlos virtuosos que el sermón más elocuente del mundo. El único efecto que la doctrina del libre albedrÃo tiene en la práctica es evitar que la gente siga tal conocimiento de sentido común hasta su conclusión racional. Cuando un hombre actúa de maneras que nos molestan, deseamos creer que es malvado, y rehusamos enfrentar el hecho de que su comportamiento molesto es un resultado de causas antecedentes que, si las rastreas suficientemente, te llevarán más allá del momento de su nacimiento y, por lo tanto, a sucesos por los cuales él no puede ser responsable, por más que estiremos la imaginación.
Ningún hombre trata a un automóvil tan tontamente como trata a otro ser humano. Cuando el automóvil no funciona, no le atribuye su comportamiento molesto al pecado; no dice: "eres un automóvil malvado y no te daré más gasolina hasta que funciones". Trata de encontrar lo que está funcionando mal y arreglarlo. Una manera análoga de tratar a los seres humanos es, sin embargo, considerada como contraria a las verdades de nuestra sagrada religión. Y esto se aplica aún en el tratamiento de niños pequeños. Muchos niños tienen malos hábitos que son perpetuados con el castigo, pero que se extinguirÃan por sà mismos si pasaran inadvertidos. Sin embargo, las niñeras, con muy pocas excepciones, consideran correcto infligir un castigo, a pesar de que haciendo eso corren el riesgo de causar locura. Cuando la locura fue causada, se la cita en las cortes legales como una prueba de lo perjudicial que es el hábito, no el castigo. (Estoy aludiendo a un reciente juicio por obscenidad en el Estado de Nueva York.)
Las reformas en la educación han llegado en gran parte a través del estudio de la mente insana y débil, porque ellas no han sido defendidas como moralmente responsables por sus fallas, y por lo tanto han sido tratadas más cientÃficamente que los niños normales. Hasta hace muy poco, se ha sostenido que, si un niño no podÃa aprender su lección, la cura apropiada era castigarlo o azotarlo. Este punto de vista está casi en extinción en el tratamiento de los niños, pero sobrevive en la ley penal. Es evidente que un hombre con una propensión al crimen debe ser detenido, pero también debe serlo un hombre que tiene hidrofobia y quiere morder a la gente, aún cuando nadie lo considere moralmente responsable. Un hombre que está sufriendo de peste debe ser encerrado hasta que se cure, aún cuando nadie piense que sea malvado. Lo mismo debe hacerse con un hombre que sufra de una propensión a hacer falsificaciones; pero no deberÃa existir más idea de culpa en un caso que en el otro. Y esto sólo es sentido común, si bien es una clase de sentido común al que la ética y metafÃsica cristiana se oponen.
Para juzgar la influencia moral de cualquier institución sobre una comunidad, tenemos que considerar el tipo de impulso que está plasmado en la institución y el grado hasta el cual la institución aumenta la eficacia del impulso en esa comunidad. A veces, el impulso afectado es bastante obvio; a veces está más oculto. Un club alpino, por ejemplo, expresa obviamente el impulso de aventura, y una sociedad erudita expresa el impulso hacia el conocimiento. La familia, como institución, expresa celos y sentimientos paternales; un club de fútbol o un partido polÃtico expresan el impulso hacia el juego competitivo; pero las dos grandes instituciones sociales -es decir, la iglesia y el estado- son más complejas en su motivación sicológica.
El principal propósito del estado es claramente la seguridad, tanto contra los criminales internos como los enemigos externos. Está enraizado en la tendencia de los niños a agruparse cuando se sienten asustados y buscan una persona mayor que les dará un sentimiento de seguridad. La iglesia tiene orÃgenes más complejos. Sin dudas, la fuente más importante de la religión es el miedo; esto puede ser apreciado en nuestros dÃas, ya que cualquier cosa que causa alarma es pertinente para volver los pensamientos de la gente a Dios. Las batallas, las pestes y los naufragios, todos tienden a que la gente se vuelva religiosa.
La religión tiene, sin embargo, otros atractivos aparte del terror; recurre especÃficamente a nuestra autoestima humana. Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no es como esos lamentables gusanos, como parece ser; se interesa en ella el Creador del universo, que se toma el trabajo de estar complacido cuando ella se comporta bien, y de estar insatisfecho cuando ella se comporta mal. Este es un gran cumplido. No deberÃamos pensar en estudiar un nido de hormigas para encontrar cuál de las hormigas hizo el trabajo de hormiga, y ciertamente no deberÃamos pensar en elegir a aquellas hormigas individuales que fueron negligentes y ponerlas en una hoguera. Si Dios hace esto por nosotros, es un cumplido a nuestra importancia; y es aún un cumplido placentero si él premia a los buenos de entre nosotros con la felicidad sin fin en el paraÃso. Asà que existe la idea comparativamente moderna de que la evolución cósmica está completamente diseñada para traernos el tipo de resultado que nosotros llamamos bien -es decir, el tipo de resultado que nos da placer. Por lo tanto, nos sentimos bien al suponer que el universo está controlado por un Ser que comparte nuestros gustos y prejuicios.
La doctrina del libre albedrÃo
La postura de los cristianos en el tema de la ley natural ha sido -curiosamente- vacilante e incierta. Estaba, por el otro lado, la doctrina del libre albedrÃo, en la que creÃa la mayorÃa de los cristianos; y esta doctrina requerÃa que los actos de los seres humanos por lo menos no estuvieran sujetos a la ley natural. Hubo, por otra parte, y especialmente en los siglos XVIII y XIX, una creencia en Dios como el "Dador de la Ley" y en la ley natural como una de las pruebas de la existencia de un Creador. Recientemente, la objeción al reinado de la ley a favor del libre albedrÃo comenzó a ser sentida más fuertemente que la creencia en la ley natural como prueba proporcionada a favor del "Dador de la Ley".
Los materialistas usaron las leyes de la fÃsica para mostrar, o por lo menos intentar mostrar, que los movimientos de los cuerpos humanos están determinados mecánicamente, y que consecuentemente todo lo que decimos y todos los cambios de posición que realizamos, caen fuera de la esfera de cualquier libre albedrÃo posible. Si esto es asÃ, lo que pudiera quedar para nuestros actos de voluntad sin restricciones, es de poco valor. Si, cuando un hombre escribe un poema o comete un asesinato, los movimientos corporales involucrados en su acto provienen únicamente de causas fÃsicas, parecerÃa absurdo erigirle una estatua en un caso, y colgarlo en el otro. En ciertos sistemas metafÃsicos, deberÃa quedar una región de puro pensamiento, en la cual la voluntad fuera libre; pero como esto sólo puede ser comunicado a otros mediante movimientos corporales, la esfera de la libertad serÃa tal, que nunca podrÃa ser sujeto de comunicación y nunca podrÃa tener ninguna importancia social.
Entonces, otra vez, la evolución ha tenido una influencia considerable sobre aquellos cristianos que lo han aceptado. Han visto que no tiene sentido hacer alegatos a favor del hombre que sean totalmente diferentes de aquellos que se hacen a favor de otras formas de vida. Por lo tanto, para resguardar el libre albedrÃo en el hombre, objetaron cada intento de explicar el comportamiento de la materia viva en términos de leyes fÃsicas y quÃmicas. La posición de Descartes, cuando se referÃa a que todas los animales inferiores son autómatas, no encuentra ningún partidario entre los teólogos liberales. La doctrina de la continuidad los inclina a ir aún un paso más allá, y sostener que aún lo que es llamado materia muerta no está regida rÃgidamente en su comportamiento por leyes inalterables. Parecen haber pasado por alto el hecho de que, si se suprime el reinado de la ley, también se suprime la posibilidad de los milagros, ya que los milagros son actos de Dios que contravienen las leyes que gobiernan los fenómenos ordinarios. Puedo imaginar, sin embargo, a los modernos teólogos liberales sosteniendo con aire de profundidad, que toda creación es milagrosa, asà que no necesita ya sujetarse a ciertos acontecimientos como intervención divina.
Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han aprovechado de las últimas doctrinas sobre el átomo, que tienden a mostrar que las leyes fÃsicas en las que hasta ahora creÃamos, son sólo una verdad aproximada y promedio si se la aplica a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual se comporta casi como quiere. Mi propia opinión es que esto es una fase transitoria, y que los fÃsicos algún dÃa descubrirán las leyes que gobiernan los fenómenos pequeños, aunque dichas leyes puedan diferir considerablemente de aquellas de la fÃsica tradicional. Como quiera que sea, aún es útil observar que las doctrinas modernas sobre los fenómenos pequeños no tienen ninguna relación con cualquier cosa de orden práctico. Los movimientos visibles -y es más, todos los movimientos que tienen alguna importancia para alguien- involucran a tan grande cantidad de átomos, que muy bien caen dentro del ámbito de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a nuestro ejemplo anterior), es necesario mover una apreciable cantidad de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden estar bailando libremente en su pequeño salón de baile, pero el salón de baile como un todo se está moviendo de acuerdo con las viejas leyes de la fÃsica, y sólo esto es lo que le preocupa al poeta y a su editorial. Las doctrinas modernas, por lo tanto, no tienen ninguna relación apreciable con cualquiera de esos problemas de interés humano de las que los teólogos están preocupados.
Consecuentemente, la cuestión del libre albedrÃo permanece en el mismo lugar en que estaba. Más allá de lo que pudiera pensarse acerca del mismo como tema de máxima metafÃsica, es evidente que nadie en la práctica lo cree. Todo el mundo siempre ha creÃdo que es posible entrenar el carácter; todo el mundo siempre ha sabido que el alcohol o el opio tendrán ciertos efectos sobre el comportamiento. El apóstol del libre albedrÃo afirma que el hombre puede -por el poder de la voluntad- evitar emborracharse, pero no afirma que cuando está borracho un hombre pueda decir "Constitución Británica" tan claramente como si estuviera sobrio. Y todos los que alguna vez tuvieron algo que ver con los niños saben que una dieta apropiada hace más por ellos para hacerlos virtuosos que el sermón más elocuente del mundo. El único efecto que la doctrina del libre albedrÃo tiene en la práctica es evitar que la gente siga tal conocimiento de sentido común hasta su conclusión racional. Cuando un hombre actúa de maneras que nos molestan, deseamos creer que es malvado, y rehusamos enfrentar el hecho de que su comportamiento molesto es un resultado de causas antecedentes que, si las rastreas suficientemente, te llevarán más allá del momento de su nacimiento y, por lo tanto, a sucesos por los cuales él no puede ser responsable, por más que estiremos la imaginación.
Ningún hombre trata a un automóvil tan tontamente como trata a otro ser humano. Cuando el automóvil no funciona, no le atribuye su comportamiento molesto al pecado; no dice: "eres un automóvil malvado y no te daré más gasolina hasta que funciones". Trata de encontrar lo que está funcionando mal y arreglarlo. Una manera análoga de tratar a los seres humanos es, sin embargo, considerada como contraria a las verdades de nuestra sagrada religión. Y esto se aplica aún en el tratamiento de niños pequeños. Muchos niños tienen malos hábitos que son perpetuados con el castigo, pero que se extinguirÃan por sà mismos si pasaran inadvertidos. Sin embargo, las niñeras, con muy pocas excepciones, consideran correcto infligir un castigo, a pesar de que haciendo eso corren el riesgo de causar locura. Cuando la locura fue causada, se la cita en las cortes legales como una prueba de lo perjudicial que es el hábito, no el castigo. (Estoy aludiendo a un reciente juicio por obscenidad en el Estado de Nueva York.)
Las reformas en la educación han llegado en gran parte a través del estudio de la mente insana y débil, porque ellas no han sido defendidas como moralmente responsables por sus fallas, y por lo tanto han sido tratadas más cientÃficamente que los niños normales. Hasta hace muy poco, se ha sostenido que, si un niño no podÃa aprender su lección, la cura apropiada era castigarlo o azotarlo. Este punto de vista está casi en extinción en el tratamiento de los niños, pero sobrevive en la ley penal. Es evidente que un hombre con una propensión al crimen debe ser detenido, pero también debe serlo un hombre que tiene hidrofobia y quiere morder a la gente, aún cuando nadie lo considere moralmente responsable. Un hombre que está sufriendo de peste debe ser encerrado hasta que se cure, aún cuando nadie piense que sea malvado. Lo mismo debe hacerse con un hombre que sufra de una propensión a hacer falsificaciones; pero no deberÃa existir más idea de culpa en un caso que en el otro. Y esto sólo es sentido común, si bien es una clase de sentido común al que la ética y metafÃsica cristiana se oponen.
Para juzgar la influencia moral de cualquier institución sobre una comunidad, tenemos que considerar el tipo de impulso que está plasmado en la institución y el grado hasta el cual la institución aumenta la eficacia del impulso en esa comunidad. A veces, el impulso afectado es bastante obvio; a veces está más oculto. Un club alpino, por ejemplo, expresa obviamente el impulso de aventura, y una sociedad erudita expresa el impulso hacia el conocimiento. La familia, como institución, expresa celos y sentimientos paternales; un club de fútbol o un partido polÃtico expresan el impulso hacia el juego competitivo; pero las dos grandes instituciones sociales -es decir, la iglesia y el estado- son más complejas en su motivación sicológica.
El principal propósito del estado es claramente la seguridad, tanto contra los criminales internos como los enemigos externos. Está enraizado en la tendencia de los niños a agruparse cuando se sienten asustados y buscan una persona mayor que les dará un sentimiento de seguridad. La iglesia tiene orÃgenes más complejos. Sin dudas, la fuente más importante de la religión es el miedo; esto puede ser apreciado en nuestros dÃas, ya que cualquier cosa que causa alarma es pertinente para volver los pensamientos de la gente a Dios. Las batallas, las pestes y los naufragios, todos tienden a que la gente se vuelva religiosa.
La religión tiene, sin embargo, otros atractivos aparte del terror; recurre especÃficamente a nuestra autoestima humana. Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no es como esos lamentables gusanos, como parece ser; se interesa en ella el Creador del universo, que se toma el trabajo de estar complacido cuando ella se comporta bien, y de estar insatisfecho cuando ella se comporta mal. Este es un gran cumplido. No deberÃamos pensar en estudiar un nido de hormigas para encontrar cuál de las hormigas hizo el trabajo de hormiga, y ciertamente no deberÃamos pensar en elegir a aquellas hormigas individuales que fueron negligentes y ponerlas en una hoguera. Si Dios hace esto por nosotros, es un cumplido a nuestra importancia; y es aún un cumplido placentero si él premia a los buenos de entre nosotros con la felicidad sin fin en el paraÃso. Asà que existe la idea comparativamente moderna de que la evolución cósmica está completamente diseñada para traernos el tipo de resultado que nosotros llamamos bien -es decir, el tipo de resultado que nos da placer. Por lo tanto, nos sentimos bien al suponer que el universo está controlado por un Ser que comparte nuestros gustos y prejuicios.





























